Por: Hilda Marina Ramírez Rocha
Barcelona es en sí misma arte. Hay tantas culturas mezcladas que caminan por sus ramblas y muestran sus vestidos, sus adornos; hay mujeres con velos, hombres con rastas, pieles blancas de porcelana o negras con su amplia sonrisa brillante. Ojos claros y también oscuros, pelos rizados y lacios. El reflejo de un mundo camina en una ciudad ya sea por turismo, habitación o migración.
Eso mismo pasa con sus espacios, sin importar si son públicos o privados. Barcelona logró, creería que sin proponérselo, mezclar arquitectura de siglos atrás, con diseños contemporáneos, soportados en materiales de aluminio o metal y sin detalles. Todo esto la hacen un museo a cielo abierto.
Es la Sagrada Familia y su magestuosidad, su grandeza sin prisa, que la hace desde ya eterna. Es Gaudí y todo su parque, una hermosa construcción de miles y miles piezas de colores, que parecieran haberse unido nuevamente y recrear vida en figura de animales.
Es Miró y sus diseños mucho más contemporáneos, surrealistas, con figuras curvas, desproporcionadas y algunas llenas de color y delineados.
Pero su naturaleza también es arte. La capital catalana la enmarca la montaña y el mar. Tiene el azul intenso del Mediterráneo o el verde ascenso al icónico Monserrat, una montaña rocosa, de piedra Montjuïc, que algún Dios talló a mano.
Es una y otra iglesia, llena de detalles, con sus rosetones que denotan importancia, con sus puertas elaboradas, sus cúpulas y criptas en madera o pinturas, tal como el Templo Expiatorio del Sagrado Corazón, que ve toda la ciudad desde la colina del Tibidabo, la montaña más alta de toda la sierra de Collserola, que rodea la ciudad.
Barcelona es una ciudad para caminar y mirar con cabeza arriba, no pierda de vistas sus balones, sus fachadas, sus colores.
Si le causa curiosidad ver en ventanas, autos y prendedores de ropa banderas de Cataluña o simplemente un lazo cruzado amarillo, son los residentes promueven y desean la independencia de España.
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